Para Mario Cantú Toscano
Hannah Arendt afirma que una de las causas del suicidio de Walter Benjamin (Berlín, 1892) el 27 de septiembre de 1940 en la frontera entre Francia y España fue la pérdida de su biblioteca, en esos días el pensador alemán huía de los nazis e intentaba cruzar la península ibérica para llegar a costas portuguesas, donde se embarcaría hacia Estados Unidos. En un ensayo sobre la atribulada vida del gran crítico, incluido en su libro Hombres en tiempos de oscuridad (1965), la filósofa, también alemana y judía, añade este motivo a una ristra de circunstancias que desencadenaron ese aciago final: como Benjamin carecía del visado para salir de Francia (sólo tenía el de internamiento), tuvo que emprender junto a un grupo de refugiados judíos-alemanes un difícil trayecto a través de montañas no vigiladas para llegar a Portbou, eso ocurrió precisamente el día en que las visas expedidas en Marsella, como las que portaban aquellos desplazados, habían sido prohibidas en España.
Cuando llegaron a la frontera, las autoridades españolas impidieron la entrada a los desterrados y les ordenaron regresar por donde habían llegado. Benjamin, quien aquejaba males cardiacos, se rehusó a sufrir de nuevo aquel suplicio y se quitó la vida. Irónicamente su suicidio persuadió a los españoles para permitir que el resto de sus compañeros se internara en España.
Antes de salir de su país, Benjamin había puesto a resguardo en Berlín parte de su biblioteca y otra parte la había enviado a Estados Unidos, donde lo esperaba Theodor Adorno. Sin sus libros el crítico, que convirtió en un arte la escritura reflexiva apoyada en citas, se encontraba en casi completa penuria.
Hace unos días, a razón de la partida de mi gran amigo, el dramaturgo Mario Cantú, a Tijuana, en donde ocupará una plaza como catedrático de la UABC, pensaba en el contraste de aquellos días con nuestra época de internet y de libros digitales. Para no ir más lejos, recuerdo que a principios de la década pasada me mudé a Puebla para hacer un posgrado e incluso entonces era un gran inconveniente para cualquier estudioso o lector profesional cambiar su residencia y trasladar el acervo necesario mínimo para desarrollar su trabajo. Sin duda, a pesar de las incontables taras infligidas por el exceso de información, en su mayoría banal, que caracteriza a nuestro interconectado mundo virtual, la disponibilidad e independencia otorgadas por los soportes digitales, la red y las terminales cada vez más portátiles (tanto como costosas) nos brindan magníficas ventajas sobre quienes aún hoy se encuentran atados a los voluminosos soportes de las ideas.
Sabemos perfectamente que el imperialismo de todos los tiempos se apoya en el desarrollo tecnológico, internet y las computadoras no son la excepción. En ese sentido, las bondades del ejercicio de la tecnología conllevan el auspicio de quien genera dicho desarrollo. Pero eso no es objeción para aprovechar los avances. El miedo a la tecnología es más viejo que el rechazo de Sócrates (consignado por Platón) a la supuestas ventajas de la escritura y de la lectura: "El que piensa transmitir un arte, consignándolo en un libro, y el que cree a su vez tomarlo de éste, como si estos caracteres pudiesen darle alguna instrucción clara y sólida, me parece un gran necio" (Fedro, 342).
Enero 7 de 2013
(Imagen tomada de Internet / Derechos reservados por el autor)