1
Nadie sabe el número exacto de los muertos,
Ni siquiera los asesinos,
Ni siquiera el criminal.
(Ciertamente, ya llegó a la historia
este hombre pequeño por todas partes,
incapaz de todo menos del rencor.)
Tlatelolco será mencionado en los años que vienen
Como hoy hablamos de Río Blanco y
Cananea,
Pero esto fue peor,
Aquí han matado al pueblo:
No eran obreros parapetados en la huelga,
Eran mujeres y niños, estudiantes,
Jovencitos de quince años,
Una muchacha que iba al cine,
Una cintura en el vientre de su madre,
Todos barridos, certeramente acribillados
Por la metralla del Orfden y la Justicia Social.
A los tres días, el ejército era la víctima de los
Desalmados,
Y el pueblo se aprestaba jubiloso
A celebrar las Olimpiadas, que darían gloria a México.
2
El crimen está allí,
Cubierto de hojas de periódicos,
Con televisores, con radios, con banderas olímpicas.
El aire denso, inmóvil,
El terror, la ignominia.
Alrededor las voces, el tránsito, la vida.
Y el crimen está allí.
3
Habría que lavar no sólo el piso: la memoria.
Habría que quitarles los ojos a los que vimos,
Asesinar también a los deudos,
Que nadie llore, que no haya más testigos.
Pero la sangre echa raíces
Y crece como un árbol en el tiempo.
La sangre en el cemento, en las paredes,
En una enredadera: nos salpica,
Nos moja de vergüenza, de vergüenza, de vergüenza.
Las bocas de los muertos nos escupen
Una perpetua sangre quieta.